10.27.2006

El tiempo y la rigurosidad: valores olvidados

Uno de los grandes problemas de la sociedad chilena es la poca importancia que se le da al tiempo, especialmente al de los demás.

Los que vienen de otras tierras reclaman por la impuntualidad, convertida en hábito y la falta de rigurosidad en la información, que tambié deriva entre otros, en pérdidas de tiempo. Esto lleva como consecuencia al incumplimiento de lo acordado.

Tal vez le ha pasado alguna vez. Va a comprar tinta para su impresora y el vendedor le da el número equivocado o solicita una talla y le envuelven otra. Y claro, le hacen posteriormente el cambio pero ¿cuánto tiempo y dinero en locomoción ha perdido?

Pero no es sólo eso. Si queda de encontrarse con alguien en cualquier lugar o reunión, lo citan a una hora y lo reciben, al menos, media hora después. ¡Qué decir de los días en que visita al dentista, al médico o al peluquero! Puede pasar horas en espera, no tanto por culpa de los profesionales sino de los pacientes o clientes que normalmente llegan atrasados. También es común el atraso de los maestros. Quedan de ir y no van. Se comprometen a entregar sus productos un día y llegan una semana después.

Resulta extraño para quienes vienen de países más desarrollados, observar esta mala costumbre. En sus tierras hasta el transporte colectivo pasa a la hora exacta anunciada y los cumpleaños infantiles comienzan y terminan según lo pre- determinado por los dueños de casa.

Si sólo nos acercáramos un poco a esas buenas costumbres, podríamos crecer en confiabilidad y progresar, en el más amplio sentido de la palabra. Mientras se esté conforme con el actual estado de cosas, los maestros seguirán entregándo sus productos días más tarde y toda la cadena involucrada en este sistema de gasto del tiempo dará como fruto la desconfianza del extranjero y de los que dentro del país quieren cumplir con el avance de sus proyectos.

10.22.2006

Valentía y hombría: Un difícil equilibrio

En un programa de televisión, uno de los integrantes del show manifestaba el otro día, que tenía miedo de que alguno de sus movimientos de baile pudiera parecer afeminado. Me impresionó su comentario, porque es lo que muchos hombres en Chile temen en su actuar diario. Y me llegó mucho su comentario, porque evidencia una carga que la sociedad impone a los varones desde que son muy chicos.

Los hombres no pueden llorar ni expresar muchos de sus sentimientos por temor a parecerse a las mujeres. Tampoco moverse de determinadas formas porque puede presumirse que son amanerados. Cualquier cosa que los haga distintos a lo que se les muestra como propio de su género, puede llamar la atención de los demás y por lo tanto, no deben arriesgarse a ser como son.

La mochila con que la sociedad más tradicional carga a los representantes del sexo masculino para que los acepten como machos es tan grande, que los que deciden cargarla, pasan su vida demostrando que son capaces de lucir las cualidades que se les han asignado durante décadas: tener muchas mujeres, ser lo más brutos y autoritarios posibles, no demostrar sus lados tiernos, ni el miedo que a veces sienten frente ante muchos hechos que cualquiera teme.

Quienes se ajustan permanentemente a la opción de demostrar que son machos no se dan cuenta de su gran debilidad: no son capaces de decir que no a un sistema que les impone actuar muchas veces como no lo sienten, sólo por temor a que otros interpreten su forma de ser como distinta a la del macho tradicional. Ese tipo de hombre creado quizás por qué mentes perversas, violentas e impositivas, y que afortunadamente hoy va en retirada. Ese prototipo de persona que no respeta a los demás, demuestra la mayor brutalidad posible y oculta lo más valioso que tiene: su amor por los otros, su ternura, su deseo proceder en forma más justa, equitativa y respetuosa con quiénes son diferentes a él.
Afortunadamente, los machos de ese tipo están dejando paso, aunque lentamente, a los hombres de verdad, con más sentimientos, más respeto por los otros, y con mayor valentía, para enfrentar a una sociedad que no les gusta ni corresponde a su verdadera aspiración.

10.12.2006

Decálogo para una familia feliz

Cuando tenía veinte años, era soltera y daba mis primeros pasos en el periodismo, escribía una columna en un conocido diario, donde aconsejaba a los padres sobre cómo debían educar a sus hijos. Hoy siento algo de vergüenza de haber tenido la audacia, tan propia de esa edad, de dictar cátedra sobre temas tan complejos cuya solución es distinta en cada caso. Algo similar me ocurre cuando escucho a grupos y personas que se creen poseedores de la verdad, diciendo que esto o aquello atenta contra la familia o la destruye. Inventando decálogos para lograr que esa institución sea perfecta.

La experiencia, que me dan los años y los hijos, me hace ver las cosas de manera diferente. He conocido familias de esas en que se da todo lo que, según los fundamentalistas del tema, no se debe dar: matrimonios separados, hijos nacidos fuera de la unión legal, nuevas parejas, etc... Y pese a ello, las he visto cohesionadas y felices. En su interior los unos están preocupados y ocupados de los otros. Se otorgan mutua protección y bienestar espiritual y material, sin juzgarse. En ellas he palpado muchos lazos de amor que a veces no se dan en otras, constituidas de la manera tradicional.

La complejidad del tema requiere de un análisis caso a caso y no de la masificación que hoy se pretende dar. Las familias perfectas, muchas veces sólo parecen serlo porque destierran o acallan a algunos de sus miembros, a los que tienen una opinión u opción diferente. Con tal de proyectar una imagen impecable frente a la sociedad, no se mezclan ni acogen a los separados, a los homosexuales o a cualquiera otro que pueda infectarlos con el virus de lo humano.

Durante años en nuestra sociedad los matrimonios se mantuvieron unidos para siempre aunque el amor, el respeto o la fidelidad fueran cosas del pasado. En esas familias ideales de antes, si las niñas se embarazaban debían casarse a la fuerza o irse muy lejos, lo que normalmente no sucedía a los varones. Los hermanos o hermanas de pensamiento menos conservador, debían dejar el alero del hogar y partir. En ese modelo de familia que algunos añoran, muchas veces lo que parecía perfecto no lo era tanto, porque se excluía a personas de la misma sangre, sin piedad ni caridad cristiana.

Sería perfecto y saludable tener una familia con un papá, una mamá, hijos y abuelos que se quieran mucho y se apoyen en todo. Pero eso no siempre se logra, porque hay factores y situaciones humanas que lo impiden.

Hoy existe una variedad inmensa de familias que pueden tener igual o mejor calidad de vida que la tradicional. Porque no es cierto que una familia se destruye al separarse un matrimonio. O cuando alguien se casa con una mujer o un hombre que aporta otros hijos. No es lo más fácil ni lo ideal y requiere de un tiempo de adaptación. Pero en esos casos, si existe verdadero cariño, la familia no se desintegra, se amplía.

Todo depende de la cantidad de amor que se dé en las relaciones humanas al interior de un hogar. Porque, finalmente, la familia es un albergue para las tristezas, un lugar donde se acoge al que tiene problemas y se le otorga lo que necesita, en la medida de lo posible. Donde se puede llegar y esperar un abrazo, sin que nadie juzgue cómo se actuó. Todo ello, por lazos de sangre, de afecto o de conocimiento profundo y cercano que uno tiene del otro.

¿Y ahora qué hago?

Al observar las noticias en los medios de comunicación, resulta inevitable sentir junto a sus protagonistas, las emociones e impactos que les producen las tragedias o acontecimientos graves que pueden reorientar su vida para siempre.

Los cambios pueden plantearles sin duda muchas preguntas, más aún si son inesperados: ¿Por qué me pasó a mí, que actué tal “como debía”? ¿Valió la pena sacrificarse tanto para que después les pasara ésto? ¿Lo hice bien?

Además de analizar las razones de lo ocurrido y cuestionarse, los afectados se enfrentan a la pregunta ¿qué voy a hacer ahora? Sienten que su vida está frente a una página en blanco y todos sus proyectos, de un minuto a otro, se desvanecieron. Su sufrimiento también hace pensar a los televidentes o lectores, que harían si fueran ellos los protagonistas de esos hechos.

Encontrar la respuesta frente a un cambio puede ser un proceso difícil, especialmente si se cree que los principios que guiaron las acciones pasadas fracasaron, al no obtener los resultados esperados. Por distintos caminos y situaciones, los afectados y quienes los observan pueden llegarse a plantearse ¿qué hacemos ahora para darle un sentido a la vida? Como las necesidades del espíritu son absolutamente individuales, cada uno tiene la respuesta y no es posible que otro se la dé.

Detenerse en la carrera diaria y pensar qué hacer de ahí en adelante no sólo es bueno cuando sucede una tragedia. Es algo que debería hacerse cada cierto tiempo para ir por el camino que más nos ajusta y hace felices. Es bueno preguntarse cada cierto tiempo: ¿Estoy contento con mi actual forma de vivir? ¿Me gustaría hacer algunos cambios? ¿Cómo lleno mi día con actividades que me den satisfacción espiritual? ¿Por qué camino oriento mi futuro?

Las personas reflexivas muchas veces se formulan estas preguntas. Otros, en cambio, dejan que el tiempo se vaya entre sus manos sin más inquietud que resolver los problemas día a día, comer, beber y, de paso, respirar.

Quijotes y Sanchos marchan por el mundo hasta que algo externo e impactante puede cambiar sus vidas. También, puede sumirlos en la impotencia o la depresión, si no se replantean el camino y hacen, como tanto dicen los empresarios, de la crisis una oportunidad.

Todo depende de la reacción frente a los hechos. No de lo sucedido.